jueves, 27 de diciembre de 2012

LA SOLEDAD DEL MARINO



  Tarde perezosa en la Playa de Almenara. A una mañana ociosa siguió una pantagruélica comida y, tras ella, la consecuente siesta. Subí a mi camarote y me tumbé en la cama, sobre la suave colcha de verano. A través de la ventana abierta llegaba el rumor de las olas batiendo en la playa,  y la brisa marina hacía ondular caprichosamente las largas cortinas de lino beige, a través de las cuales se filtraba la luminosidad del mediodía mediterráneo. Junto a la ventana tengo uno de esos colgantes que tintinean con el movimiento; con la brisa, los pequeños delfines metálicos que penden de sus hilos campanean con delicadeza. Es un recuerdo que traje de... de algún puerto del Mediterráneo oriental, aunque no recuerdo ya cual. Quizás fuera Tesalónica, o Suda. O tal vez Antalya, o Limassol.

    Me sentí placenteramente a gusto tumbado, suspendido en ese impreciso estado de duermevela, a punto de dejarme llevar desde el viejo Mediterráneo al fascinante mundo de los sueños.

    Pero los cumulonimbus que se arremolinaban a mediodía al Norte descargaron los previsibles chubascos que me despertaron de la siesta; algunas gotitas atrevidas mojaron mis pies, próximos a la ventana, y me recordaron al Juan Sin Miedo del cuento de los Hermanos Grimm.

    Me  estiré, desperezándome, y me dejé llevar por los pensamientos. La anterior claridad de la estancia había dado paso a la penumbra de los nubarrones. Las gotitas repiqueteaban afuera, aún se oía el sordo rumor de la Mar en su incesante vaivén. Por lo demás, silencio. Silencio y soledad.

Y allí, en mi inmóvil camarote de tierra, la soledad del marino se cernió una vez más sobre mí.

    Es creencia común entre la gente de tierra que la llamada soledad del marino es un fantasma que acecha en los barcos que surcan mares y océanos. Pero es en tierra donde este fantasma se deja sentir con más intensidad, causando estragos en hombres curtidos y arrastrando a tantos pobres diablos a la bebida. Los marinos pasan, pasamos, más tiempo en la Mar que en tierra. Mucho más. Largos meses separados de nuestros ambientes, de nuestras familias, de nuestros hogares. Durante las campañas, o mareas, los compañeros de tripulación se convierten también en familia. Y, como en todas las familias, no siempre bien avenidos; pero ése es otro cantar. Juntos arrostramos las vicisitudes de la vida marinera, los rigores de la Mar, los peligros del día a día. Viviendo a menudo con la sombra del naufragio planeando sobre nuestras cabezas, padeciendo inclemencias meteorológicas que van de los fríos polares a los calores tropicales. Capeando temporales con el corazón en un puño y la incertidumbre propia de tales lances, que acaba por desarrollar en los marinos ese fatalismo tan característico como peculiar.

    Sin embargo, a pesar del compañerismo y de los fuertes lazos de amistad que se forjan en la Mar, vivimos a bordo sometidos a una jerarquía clara y definida. Aquello que yo tiendo a llamar despotismo naval, que es además, a mi juicio, el más acertado de los sistemas de gobierno y el único que lleva funcionando ininterrumpidamente desde los albores de los tiempos; desde los tiempos de Ulises, el navegante primigenio, que ya surcaba el Mediterráneo ocho siglos antes de Cristo, hasta el día de hoy. Pero sea cual sea el cargo del tripulante, todos sufrimos las incomodidades de la vida a bordo, los azares y peligros de la Mar, la lejanía del hogar y la soledad. 
 
No obstante es en tierra, como decía al principio, donde el sentimiento de soledad arrecia. Cuando llega el día de embarcar saltamos a bordo con el petate al hombro y navegamos una cantidad variable de meses, meses durante los cuales la vida en tierra continúa sin nosotros. Al regresar nos encontramos cambios, y apenas da tiempo a acoplarse a ellos durante las vacaciones cuando llega el momento de volver a hacerse a la Mar. Y así, sucesivamente. Pasa el tiempo y la vida en tierra va cambiando. Unos que vienen, otros que se van. Amigos que ya no están, otros que cambiaron de grupo, o de vida, o de ciudad. Gente nueva y desconocida en la pandilla, si la conservas. Nuevas tramas en el culebrón de la vida a las que permanecías ajeno en la distancia, y en las que no acabas de integrarte por la larga ausencia. Ya nada es igual que cuando te marchaste, y el pasado no volverá. Las mujeres o novias a menudo buscan consuelo, fogosidad o ardor en otros brazos; aunque ellas, prudentes  e inteligentes, lo hacen con mucha más sutileza que los hombres. Los hijos crecen sin apenas conocer a sus padres. En ocasiones llegan a olvidarlos. No puedo evitar conmoverme al recordar aquella frase que espetó el hijo mayor de un capitán, el mayor de nueve hermanos que se había erigido, a pesar de ser apenas un adolescente, en la figura masculina del hogar, a su padre cuando éste regresó del barco en una ocasión: -”¡Tú vete a mandar al barco!”-.

    De tal modo uno acaba por sentirse un verdadero extraño, ajeno en su propia casa, desarraigado en su propio mundo, enfrentado a los fantasmas que surgen de los insondables abismos de la soledad. Y así, entre Escila y Caribdis, en ocasiones se descubre uno deseando volver a bordo, a ese mundo que conoce, ordenado y metódico, con otros hombres de su especie y condición. Como alguien escribió en una ocasión, creo que don Arturo Pérez-Reverte, “la Mar da más olvido que la muerte, nada de tierra adentro le sobrevive. Es el analgésico perfecto.” Y cada cual capea como puede; se cae entonces en los típicos tópicos tan manidos por todos, desde escritores de secano hasta contramaestres de muralla, tan veraces en unas ocasiones como injustos en otras. No es infrecuente que el marino, atenazado por su soledad, busque refugio en los brazos de queridas o entre las piernas de mujerzuelas de dudosa reputación, o se consuele buscando el olvido en la bebida. El olvido de lo que dejó atrás, o de lo que pueda estar por venir. Actitudes censuradas por la gente de secano, tan humana y tan hipócrita, ajena en su ignorancia a este mundo salado de soledad tan vasta como el inmenso océano. Pero es cada palo el que aguanta su vela, y cada uno trenza sus obenques y estays  a su particular manera para intentar mantener la cordura, la ilusión y las ganas; para, en definitiva, aguantar. Unos se entregan a los vicios mundanos, otros al despotismo, otros a la escritura. Y así vamos navegando, ora en bonanza, ora capeando, hasta que la inmisericorde Mar arroja a tierra nuestros despojos arrugados y envejecidos tras una vida de dedicación a ella.

  Sólo un puñado de verdaderos amigos permanecen ahí; amistades francas y leales, capaces de soportar la dura prueba del inexorable tiempo gobernado despiadadamente por Chronos.  Dice una vieja frase que “quien deja de ser amigo, nunca lo fue”. Afortunadamente hay amistades intensas, especiales, a las que ni el tiempo ni la distancia son capaces de hacer mella. Puedes regresar tras largos meses sin contacto y ser recibido con el mismo candor y cariño que si te hubieras despedido tras la cena de ayer. Me encuentro entre los afortunados que atesoran varias de ellas; pero no a todo el mundo le sonríe igual la voluble y cruel Fortuna.

    Pero incomparable es, en su alborozada ternura, el recibimiento que te brinda un perro, no en vano llamado ‘el mejor amigo del hombre’. Su cariño, su lealtad incondicional, su candor, enternecen al más bregado. Sus brincos descontrolados cuando te siente cerca tras meses de Mar y sus aullidos de alegría; el profundo e inmenso afecto que destilan sus ojos, profundos, nobles y leales, sus húmedos lengüetazos. Siempre me entendí mejor con los animales que con las personas.

    En cierta ocasión, no muy lejana, tras una campaña en la Mar desembarqué en puerto español. Lo hice con el capitán, marino veterano y avezado, de los de antes; un hombre de quien aprendí mucho a bordo no sólo del oficio, sino también del trato humano y psicología marinera. Condujimos hasta Levante, atravesando la península, y cuando recalamos en su hogar insistió para que entrara a descansar y merendar antes de proseguir mi camino. Conocí a su esposa, una verdadera dama y señora. Charlamos animadamente mientras tomamos un café y unas pastas, y culminamos la merienda con un whiskey él y ginebra con tónica yo. Aunque no exhibieron ante mí ninguna manifestación de amor o pasión exageradas, no escaparon a mi atención ciertos detalles de ternura: un leve roce, un cruce de miradas silenciosas, un gesto vago e impreciso. Mientras tomábamos los licores, la mujer posó con delicadeza su mano en el antebrazo de mi capitán, y percibí un leve apretón. Ese gesto me conmovió, en cierto modo. Tras un breve silencio no pude evitar exteriorizar mi pensamiento:
    -”¿Cómo se consigue?”- pregunté, dirigiéndome a ambos y a nadie en particular -”¿Cómo se mantiene una relación y una familia a través de tantos años de Mar y de separaciones con éxito? ¿Cómo se mantiene todo unido?”.

    El viejo sonrió taimado, observándome desde su sillón a través del humo de su cigarro. Su sonrisa destilaba paz y sabiduría. Años de vida. Dio una chupada a su cigarro y contestó despacio, espaciando las palabras, con serenidad infinita y aplomo:
    -”Hace falta una mujer muy dura... Dura y valiente, de otra madera. Una mujer muy especial. Hay muy pocas de esas”.

AUTOR DEL RELATO: Gonzalo M.Carrasco Lara. 

sábado, 22 de diciembre de 2012

FELICITACIÓN

Mercedes García Llano, una de aquellas participantes del concurso de relatos de allá del mes de mayo, os desea a todos los miembros, amigos, colaboradores y simpatizantes de la Asociación de Náufragos de la Mar una Feliz Navidad y también un Año Nuevo lleno, por lo menos, de ilusiones y fuerzas para poder llevarlas a cabo.
Un saludo cariñoso, a todos vosotros de los que guardo un recuerdo muy grato, por el respeto que me habéis ofrecido a mí y a mi relato. Sé que el mar, de alguna forma, sigue sigiloso, acercándonos. 
Gracias.
Mercedes nos ha enviado esta felicitación y hemos pensado que la mejor forma de hacerla llegar a todos es publicandola en nuestro blog.
Muchas gracias, Mercedes y nuestros mejores deseos para ti también.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

LA MANCA

Hoy “la manca”, sentada en un banco del muelle, cierra los ojos mientras el sol se posa sobre su curtida piel y visualiza la imagen de sus antepasados recibiendo aquellas traineras llenas de pescado.
 
Recuerda duros momentos vividos en ese mismo lugar; como cuando su madre supo que su querido esposo no volvería mas. Días de algarabía y fiesta en torno a la imagen de la virgen del Carmen. Cientos de escenas, de personas, de detalles que la hacen sonreír o entristecerse de igual manera. No obstante sigue recordando y, busca y rebusca más en su memoria, repasando con agrado desordenados pensamientos que asoman.
Ahora ya era mayor. La vida y las condiciones en las que trabajó desde niña, habían hecho mella y poco a poco minaron problemas de salud que solventaba como podía.
Sus huesos estaban resentidos y frágiles, “la manca” siempre fue una mujer trabajadora y fuerte y eso al final, se paga.
El apodo la venía dado por su bisabuelo; un pescador experimentado en la mar pero carente de artes de lucha lo cual, le hizo perder su mano izquierda en una reyerta.
Ese suceso le proporcionó el sobrenombre y Antonia, que así se llamaba pero, en escasas ocasiones, escuchaba su nombre en boca alguna, para todos y desde siempre fue “la manca”.
Los largos, húmedos y fríos inviernos del Cantábrico, habían calado en ella, y los años no pasaron en balde, la mujer fue perdiendo agilidad en sus manos, donde la imagen de unos dedos totalmente anómalos producto de la artrosis, no la permitían desarrollar su trabajo de redera con la misma agilidad y destreza que cuando era joven. Este trabajo desempeñado durante más de treinta años, había entumeciendo y deformado sus dedos. Además, su espalda dolorida por la posición adoptada tanto tiempo, acompañada de la humedad constante que la cercanía del mar proporcionaba, no permitió a “la manca” seguir sentada sobre el suelo soportando diariamente las pesadas redes sobre sus piernas en tal postura, que a medida que la jornada transcurría, encorvaba su columna. El gesto monótono y repetitivo de acercarse la red hasta sus manos y pasar la larga aguja con hilo entre las mallas de ambos extremos de la rotura, era un trabajo para el que muy a su pesar dejó de estar capacitada.
 
Pero esa dura faena, la proporcionó libertad. El salario era variable, ya que dependía del rendimiento pero, aún siendo escaso, sirvió para ir comiendo. El horario no estaba sujeto lo cual, la permitía desarrollar otras labores.
 
Tuvo que dejar de coser redes pero nunca de trabajar, y así de un día para otro “la manca” optó por la venta de pescado ambulante.
 
Cada mañana el mismo ritual. A las puertas de la Almotacenía, después de escoger el género, enroscaba su pañuelo haciendo con él una especie de almohadilla y le colocaba en lo alto de su cabeza; luego, cogía el carpancho del suelo con ambas manos y lo posaba en su rodilla derecha un instante mientras cambiaba la posición de sus manos; a continuación y de una sola vez, le subía a su cabeza dejando libres ambos brazos que “en jarras” colocaba sobre sus abultadas caderas. Soportaba aún con bravura el peso del pescado sobre su testa y recorría las calles de la ciudad ofreciendo a voz en grito su género: -¡Abajar, abajar….Lirios, sardinucas, bocartes, jargos ¡todo fresco!, ¡recién pescao! ¡Venga niñuca que lo tengo del día! - Repetía incesantemente con voz alta, cantarina y risueña mientras recorría los barrios de su ciudad. Así día tras día, enfundada en su falda azul añil de grandes bolsillo, el pañuelo en pico sobre los hombros y sus alpargatas negras, la mujer había conseguido sacar a sus hijos adelante ya que su marido, se embarcó años atrás en un pesquero que hizo escala en el puerto de Santander, y nunca más supo de él.
 
Lipe, su esposo, con la excusa de que el jornal que le ofrecían era tres veces mayor al que tenía en ese momento, le planteó un buen día a “la manca”, que iba a embarcarse. Antonia se quedó con cuatro chiquillos casi recién paríos–como ella solía decir-, pero la sobraban arrobas para tirar de ese carro, y nada ni nadie se la ponían por delante. Defendía lo suyo con bravura, dignidad y fuerza, todo ello a golpe de zapatilla y de puerta en puerta porque ella, además de redera y pescadera, durante mucho tiempo se dedicó al estraperlo. Los años difíciles de la posguerra, el incendio de la ciudad, el abandono de su marido y la escasez de recursos y alimentos, la obligaron a buscarse la vida más allá de esas ocupaciones mencionadas y durante un tiempo y a pesar de correr el riesgo de ser pillada; por las noches, se arrimaba a los barcos y se procuraba cualquier tipo de mercancía que pudiera ser vendible.
Para evitar que la gente se enterase, ya que era muy conocida en la capital, se subía a primera hora en un tren y se acercaba por los pueblos de la provincia donde ya era esperada. Solía vender sus productos a otras mujeres, y éstas a su vez, lo revendían en poblaciones aún más alejadas. Aquello no le llevaba mucho tiempo y la reportaba una parte importante de los ingresos que tenía. También la permitía disponer de alimentos que a modo de pago, le hacían en los pueblos, ya, que además de la mercancía propia para el estraperlo, “la manca” solía realizar algún que otro “mandao” en la ciudad, lo que los ganaderos y agricultores agradecían con todo tipo de productos; huevos, leche, carne, gallinas, tomates, verduras etc. De vuelta a la ciudad, la mujer trapicheaba de nuevo con ello y ofrecía aquellos géneros obtenidos por sus servicios, a sus vecinos del barrio dejándoselos a buen precio.

Una superviviente nata era “la manca”, su carácter forjado en parte a fuerza de palos que la vida la fue dando, la obligó a buscarse la vida de la mejor manera que sabía. Trabajando duro de la mañana a la noche, siete días a la semana. Ahora podía abrir los ojos y sonreír frente a su bahía porque, para ella la vida; su vida, había merecido la pena. 

Autora del relato:  CONCHI REVUELTA SAN JULIAN

sábado, 27 de octubre de 2012

RECORDANDO

 


    
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Virginia era la mayor de cinco hermanos de una familia humilde. Su adolescencia, había sido

bastante dura, pues en tiempos de posguerra y hambre, su madre le mando junto con su hermano

menor a Francia. Fue muy doloroso para ellos dejar a toda su familia y dirigirse a un país

desconocido donde no sabían como hablarles ya que ignoraban su idioma.


Ya han pasado los años y está casada con Alberto, un joven guapo del que se enamoró perdidamente

Era el quinto de siete hermanos, de una familia bastante acomodada para la época. No aprobaban

su noviazgo, pero era tan grande su amor,que nada ni nadie pudo separarlos, casándose al fin.

Trabajaba de maestro de alfarería en una empresa, pero los hijos iban llegando y las necesidades

con ellos. Por eso se enroló en un barco de carga, para que su familia pudiera tener una vida mejor.


Los días iban sucediéndose, uno tras otro, sin que Virginia saliera de su casa, esperando a su

marido mientras él iba navegando por esos mares. No se aburría, pues los cuidados que sus cinco

hijas requerían, la llevaban todo el día. Además eran tiempos difíciles llenos de necesidades, donde

los vestidos pasaban de unas a otras y los abrigos cuando se estropeaban se les daba la vuelta.

Tenía un vestido nuevo para ir a misa los domingos y el resto de la semana se ponían otros más

usados. Por eso cuando tenia un rato libre, aprovechaba hacerles algún arreglo con su maquina de

coser o les tejía algún jersey para los fríos días del invierno.


Las ausencias de su marido eran bastante largas, entre siete y ocho meses, de ahí que nunca

estuviera presente en los nacimientos y comuniones de sus hijas.


Ella era muy alegre y ejercía de padre y madre a la vez, pero el no tener con ella a su marido y criar

sola a sus hijas en ocasiones, la sumía en una profunda tristeza, atravesando periodos de gran

depresión.

En los acontecimientos familiares, como una boda o un bautizo, ella siempre acudía sola pareciendo


una viuda.

Alberto, por su parte, también le costaba mucho dejarlas solas tantos meses, pero así era la vida en

la mar . Mientras miraba el horizonte, se imaginaba en casa con sus hijas y en las noches, soñaba

con besar a su querida esposa.


De sus hijas, Carmen la mayor, bordaba y ayudaba en la tareas de la casa. Tenia una voz preciosa al

igual que su mujer y Ángeles su segunda hija; esta , trabajaba de dependienta en una tienda de

textil. Todos los días madrugaba para coger el pan tierno en la panadería y desayunar antes de su

jornada de trabajo. Su sueldo era una gran ayuda para los gastos de la casa.

Cuando se subía por las escaleras se las oía cantar, mientras escuchaban la radio y las vecinas se

paraban para escucharlas.


Mientras tanto, las tres pequeñas, Susana, Pilar y Mª del Mar iban al colegio.

Su madre les había pintado con esmalte de uñas, sus nombres en unos vasos , donde tomaban la

leche en polvo que les daban en el recreo.


Así pasaban los días, solo cambiaba la rutina si, en alguna ocasión el barco venia a reparar a España

y permanecía unos días en puerto. Entonces Virginia dejaba a sus hijas con los abuelos maternos e

iba a pasar unos días con su marido. Viviendo en el camarote del barco .

Todos la querían y aprovechaban su estancia para que les cosiera algún botón o les zurciera la ropa

vieja de trabajo.

Durante ese tiempo mandaba a sus hijas postales expresándoles lo feliz que era y pidiéndoles que

se portaran bien con sus abuelos.

Estas, no veían demasiado a su padre, pero su madre se ocupaba de inculcarles su amor y respeto.

Lo veneraban, era como un ser sobrenatural para ellas.

Cuando pasaba temporadas en casa, era como si de una fiesta se tratara.

Aprovechaba para reparar alguna avería de la casa y sus hijas a no dejarle solo un momento:

Parecían lapas pegadas a él. Jugaban al escondite y eran tan inocentes, que , él las escondía y las

buscaba a la vez,aprovechando muchas veces este momento , para ir a visitar a sus padres que

vivían a pocos metros de su casa. Sus hijas, al darse cuenta de que no las encontraba, salían y eran

ellas las que lo buscaban.


Sentadas en sus rodillas las contaba aventuras vividas en sus viajes, como uno que hizo a Egipto

y las describía como eran las pirámides, mientras escuchaban boquiabiertas.

En otras ocasiones, les contaba como en alguna travesía iban acompañados por decenas de delfines

a los que daban de comer desde el barco.

Sentían admiración por aquella persona que era su padre y a quien tanto querían.

Otras tardes tocaba la armónica y todas bailaban al son de su música.

De sus viajes les traía regalos muy novedosos como los primeros muñecos de goma, collares,

pulseras,o juguetes que se movían si les dabas cuerda.

¡Sentían admiración por aquella persona que era su padre y a quien tanto querían.


Eran en el pueblo la envidia de las niñas de su edad. Formando una familia que sin tener lujos

vivían en un mundo lleno de felicidad.


Un día que el barco iba de la Coruña a Vigo, para hacer unas reparaciones, Virginia decidió, con el

permiso del capitán, acompañar a su marido unos días y hacer el viaje junto con otras mujeres de

los marineros .Se trataba de un viaje corto y sin peligro .

Se despidió de sus hijas con ilusión , sin saber que ese beso de despedida seria el último que les

daba.

Partieron del puerto con el mar en calma y el cielo azul. Pero a las tres horas empezó a entrar una

niebla densa, que hizo presagiar los peores augurios.

Esa fatídica noche, Virginia y Alberto hicieron su último viaje, pues el barco choco con otro y en

pocos minutos se hundió, quedando los dos para siempre en el pecio, en las profundidades del mar,


junto a una parte de la tripulación.

Mientras tanto en casa, amanecieron como todos los días: las pequeñas al colegio, Angeles a

trabajar y la mayor a realizar las labores de la casa y a bordar.

Al regresar las pequeñas del colegio, observaron con extrañeza ,como todas las vecinas del

pueblo, reunidas en corrillos, las miraban . En su casa estaban sus tíos y primos reunidos. Las

mandaron a casa de los abuelos maternos, donde a duras penas, podían disimular tan trágica

perdida.


La noticia se la comunicaron a la hija mayor, por ser la que se encontraba en la casa. Los gritos de

desesperación se oían desde la calle. A Ángeles fueron a buscarla a su trabajo para darle la triste

noticia, descomponiéndose por completo y sin consuelo ninguno.

Las pequeñas fueron las últimas en saberlo, no llegando a comprender, que no volverían a ver a sus

padres nunca más.

Cada día esperaban que entraran por la puerta, pero con el tiempo se dejaron mecer por la ausencia ,

entendiendo que esto, ya nunca más sucedería .


Desde entonces tienen el alma rota de pena y tristeza y no hay un solo día que no los recuerden y

añoren un beso suyo.

Por eso el mar es tan importante para ellas y le ofrecen flores , pues en el descansa una parte de sus

vidas y su pasado.

"AUTORA DEL RELATO":
 MILAGROS PEREDA MUÑOZ






martes, 9 de octubre de 2012

EN NARANJA OCASO


Yo tenía debilidad por los charquitos de mar.
Se formaban a la puerta de mi casa bordeando las suelas de unas botas de goma verde oliva, tentándome a hacer naufragar mis pequeños pies en ellas, a pegar saltitos salpicando el minúsculo mundo de la entrada a mi hogar de olor a salitre y cuentos de piratas.
Al lado, descansando en el banco situado afuera, al lado de la puerta, un chubasquero y un gorro también verdes, también oliva, goteaban lágrimas de sal alimentando a mis charquitos, que crecían más y más.
En aquel entonces mi edad rondaba los trazos de un nudo en ocho.
Para mi padre, sin embargo, el tiempo se deslizaba por nudos corredizos de vivencias vapuleadas en revueltas aguas difíciles de cuantificar. En general, sus rasgos eran duros, graves, dividiéndose entre surcos arrugados en su tez curtida por ráfagas de nordestes, en sus labios pulidos por la crudeza del mar, en las duras escamas que eran sus manos, en la barba enmarañada que hacía de manto al temporal.
No era un hombre de palabras, seguramente porque el mar le había regalado muchos silencios. Las ocultaba jugando al escondite, entre sus ojos de azul profundidad en los que zambullirse era lo mismo que recalar.
Sin sus botas, y su gorro, sin su chubasquero ya, parecía un padre normal. De esos que atracan en tu vida todos los días.
Me esperaba sentado en la cocina, justo en el hueco de la mesa que yo ocupaba en sus ausencias para que mi madre le echase un poquito menos de menos porque a veces, cuando él estaba fuera, batallando entre mareas, ella perdía sus ojos tras los cristales empañándolos de niebla y suspiros. Esto solía suceder con la luna; entonces yo, debía replegar las velas de mis otras fantasías para convertirla en sirena de mis sábanas e inventar juntos los cantos que nos devolvieran pronto al capitán.
Ese era nuestro gran tesoro oculto en tierra firme: un desafío a la soledad.
En cuanto yo llegaba, corría a sentarme en sus rodillas que hacían de columpio a mi burda ingenuidad, y que él reconocía en mi sonrisa cuando extendía ante mi sus dos puños cerrados como nudos cuadrados, obligándome a elegir entre botines apropiados a no sé cuántas millas y horas de aquí, y que encerraban conchas plateadas, estrellas de mar, esponjas agujereadas…
Luego mi madre, nos servía un gran cuenco de leche bien caliente donde hundíamos migas de pan. Allí era donde mi padre alardeaba de sus dotes de pesca, de altura, de bajura, en aquél océano blanco, escapando de burbujas de espuma, jugando con nuestras cucharas a bucear en las simas de la familiaridad.
Él sabía de mis pretensiones de corsario. Las que necesitaban arriesgar más allá del sedal; supongo ahora que mis sueños alguna vez también fueron suyos y por eso pocas veces me advirtió de aquello que acongoja en cubiertas de altamar: la furia del agua, el abandono que infunde la inmensidad, el miedo a que el horizonte nunca tenga un hacia atrás.
Con suerte, durante cuatro o, cinco días, más o menos lo que mis charquitos tardaban en secar, la llamada del mar parecía haberse ahogado entre brisas de lo natural, dándonos espacios de respiro, permitiéndonos hacer pie.
Mi madre, mientras tanto, vigilaba su descanso, cocinaba sin parar, le recortaba su barba, preparaba ungüentos para su piel árida, aliviando sus periodos de tiempos secos: guiaba el faro de su tranquilidad.

Cuando el sol intentaba besar la superficie del mar, los dos se sentaban en el banco de afuera, al lado de la puerta, el que fue tallado de azul recuerdo, años atrás, por mi abuelo, cuando la edad de sus olas le obligaron a descansar y pulía su nostalgia de marino visitando la orilla cada día en busca de jirones de troncos húmedos y desvencijados por el batir del mar con el que rescatar su memoria, escondida en enseres de toda calidad: perchas en forma de pez, conchas con cenizas que albergar, proas en bancos a las puertas del camarote de un hogar…

Situados en naranja ocaso, mi madre cosía pacientemente sus redes, en un macramé conscientemente interminable simulando ser una Penélope en Trafalgar, mientras mi padre exhalaba anillos teñidos de oro, tras su pipa, que olía a lobo de mar.
A ratitos paraban y buscaban el horizonte sin saber cuánto abarcar hasta que un cruce fugaz de miradas resignadas, anunciaban malos pensamientos atracados en la dársena de su océano particular. Nunca los nombraban, sólo se los regalaban al viento, que traduciéndolos sin rechistar, los trasportaba hasta el puerto, unos nomeolvides más allá.

Antes del sexto día mi madre se ponía a planchar, allí en la cocina, en el hueco de la mesa que mi padre ocupaba antes de embarcar. Su cesta rebosaba pañuelos: blancos, rosas, con su inicial…
Lo hacía con sumo cuidado, dosificando el vaivén de su plancha, a ritmo de mareas, dando calor al sollozo que iba a ondear allí en la orilla, a la hora de zarpar.

Cuando ésta nos devolvía el adiós, mi madre y yo regresábamos al minúsculo mundo de la entrada a mi hogar. En el banco donde antes descansaba la sombra mojada del cuerpo en penumbra de mi padre , ella ponía a secar el pañuelo, que ahora también goteaba lágrimas de sal.
Yo, convivía con mi burda ingenuidad, y ya pensaba en su regreso, en como desconcertarlo con mis pies de un palmo más, en la caracola repleta de ecos de patas de palo que mis fantasías le harían buscar.

Sin embargo, un día, el mar, despótico, desafió aquellos nuestros cantos de sirena, anclándome en tierra firme, robando el vaivén de la plancha de mi madre, obligándonos a rastrear en el espejo de confines de inseguridad que era la luna, el reflejo de su azul profundidad, sus palabras naufragantes escondidas bajo escotillas en cubiertas de diccionarios de mar. Pero los océanos hacían acopio de silencios que ubicaban allí, en la ventana de la cocina, tras el hueco que yo ocuparía ya para siempre en su lugar, para que mi madre le echara un poquito menos de menos.

Nunca debí preguntarme cómo, ni porqué. Él me había enseñado que un marinero le debe respeto a la adversidad, y que es ésta la que decide si hay un cuándo para hacerse notar. Pero algunas veces…
Mis sueños de corsario de corta edad, nunca supusieron un lastre, aún sabiendo que los cofres repletos de monedas de oro seguían allí, ávidos de rescate, solapados en mapas amarrillos y arrugados que daban rumbo al timón que obligó a enderezar mis resacas de realidad.
Aún hoy miro al horizonte maldiciendo para mis adentros con un:- ¡rayos y centellas!- infundiendo temor a nubes y tormentas, mientras mis recuerdos siguen goteando sobre charquitos de mar.

AUTORA DEL RELATO:
Mª Mercedes García Llano. 

domingo, 30 de septiembre de 2012

LAS ALMAS DEL MAR

 
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La lumbre del mechero se reflejaba en la barandilla del pesquero como un pequeño faro.

Había encendido el último cigarro después de la guardia, antes de irse a dormir con ese artilugio que perteneció a su abuelo, un encendedor de mecha resguardado de la humedad dentro de un condón, lo que provocaba no pocas bromas entre los compañeros, sin embargo a él, se la traía al pairo. Bien pensado, no era práctico, pero después de tantos años siguiendo las estrellas para guiarse cuando la tecnología fallaba, qué absurda lógica podía decidir si era más fiable su mecha que seguir la estela de una luz en el espacio, muerta ya hacía miles de años para llevarle a casa. Se rió para sí mismo, apoyado, confiado en los hierros que le separaban de las profundidades del mar.

Había sido una buena marea, oía el motor de la grúa que soltaba la última red antes de poner rumbo a tierra. La noche era oscura, el mar estaba en calma pues el viento no levantaba olas de más de medio metro. El cielo limpio reflejaba las constelaciones como pequeñas lentejuelas en un traje de luces. A lo lejos, a unas quince millas, se distinguía la costa, una sábana fantasmal muy lejos aún de esa paz cuyo olor a salitre, pesca y combustible él reconocía lo mismo que el olor del cuello de su hija o los besos de su mujer.

-Me voy al catre, Patrón- La voz le sacó de su ensimismamiento al tiempo que le hacía volverse. Era José, “el peque”, un chavalín de veintidós años. Ésta era su primera marea y si de él dependiera la última. Había sido un mal año para su casa, tras la muerte de su padre, su madre mariscadora de costa no podía con todo, así que le pidió ayuda para la casa con la mirada preñada de pena y desesperación. Le conocía desdes niño y tal vez por eso, le mataba a trabajar, intentando que el veneno de esa vida no se le metiera en las venas, haciendo que todo el romanticismo que pudiera soñar se evaporara con el dolor de sus huesos. Tenia buena mano para la mecánica, quizá eso le garantizara un futuro en tierra. Le sonrió de medio lado:- Ya has bregado bastante chaval-.

El otro desapareció rumbo a las literas, a donde él no tardaría en seguirle. Pepín le había remplazado en el puesto hacía un rato. Su cuerpo también estaba cansado, después de veinte años en eso a veces costaba seguir. Lanzó la colilla por la borda, dirigiéndose a su propia cama, asegurándose con el oído de que todo iba bien.

Volvió a preguntarse qué tenia aquella inmensa mancha de agua para ejercer la atracción necesaria en hombres como él, para aún jurando que no volverían, regresar a sus brazos como a los de una mujer hermosa y complaciente en sus favores y pérfida en su bravura.

De pronto, en medio del tramo de escaleras, lo que en ese momento era su mundo se puso del revés, literalmente. Todo giraba a su alrededor y el agua fría y brava la arrastraba como una serpiente gruesa y grotesca, mientras él a duras penas lograba ubicar en su cerebro aturdido, donde se encontraba la superficie en aquella oscuridad húmeda y vibrante que le empujaba hacía el fondo, donde se encontraba manoteando como un loco intentando deshacerse de las botas de agua y el pantalón fosforito que le convertían en una bolla pesada y a la deriva.

Su alrededor crujía, chirriaba y a lo lejos en sordina creía oír las voces de Pepín y a los compañeros de cubierta, pero todo era confuso. El agua le cubría obligándole a bucear luchando con objetos que no veía, al mismo tiempo que tomaba conciencia de la llegada de una estabilidad engañosa.

Y el relámpago de la lucidez le iluminó. El barco estaba quilla al sol, aún no sabía por que, pero si sabia que si quería salir de allí tendría que ser por debajo de la estructura. La calma llegó bruscamente, encontrándolo dentro de una bolsa de aire en la que cabía solamente su cabeza.

A oscuras y desorientado, boqueando a fondo intentando robar hasta la última molécula de aire, el agua le cubría rápidamente, respiró todo lo que pudo y se hundió. Había objetos chocando contra su cuerpo, los apartaba intentando palpar las paredes que sabía estaban allí, hasta que por fin encontró lo que buscaba. Con sus últimas fuerzas abrió el ojo de buey impulsándose a través de él con fieras patadas. Lo primero que vio en la oscuridad de la noche fueron los bajos del barco como una ballena moribunda y se apartó de ella por miedo a que le succionara en su inminente desaparición. El cuerpo le templaba incontroladamente, pero aún así no dejaba de contar los barriles que flotaban a su alrededor, agarrándolos con ansia. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, el barco ya no estaba. Seguía agarrado a los barriles llamando a quien pudiera oírle, encontrándose como respuesta sólo silencio.

No lograba asimilar que ninguno de sus tripulantes no contestara, pero no cesaba en su empeño de pronunciar sus nombres entre embates de olas que le obligaban a tragar, toser y tartamudear notablemente desde hacía un largo rato, sospechaba que debido al frío. El agua negra que inundaba su boca obstaculizaba su visión además de hacerle notar que iba en contra de lo que él buscaba: la costa.

Aún ignorante del tiempo que llevaba a la deriva, por su cabeza no pasó ni por un momento la película de su vida, no sabía si lo esperaba si quiera; lo que sí supo, no por él, sino por costumbre, por años de mirar las estrellas, trazar rumbos y guiarse por instintos es que su mente le secuestró obligándole a sobrevivir.

Hacía lo que podía, quería recordar lo que había sucedido. ¿Se habría enredado las redes en el fondo?. La rapidez del accidente le confirmaba lo imposible de haber podido pedir socorro o lanzar balizas, su única posibilidad residía en otro barco con el que hablaba cada pocas horas.

Eso era todo. Y para entonces él estaría en remojo otras tantas , con la sombra de la hipotermia como compañera. Tenía que moverse, o eso creía, aunque también sopesaba no muy cuerdamente el quedarse en posición fetal para guardar el calor. En ese momento no quería pensar en nada, en lo que dejaba en tierra o en lo que pudiera encontrar en ella y ridículamente pensó en el médico que le había puesto a dieta por el colesterol, y gracias a los kilos perdidos había salido por aquel mísero agujero. Se rió histéricamente, llorando por la sal en los ojos se dijo, al tiempo que notaba como los dedos se le agarrotaban impidiéndole saber si aún mantenía sujeta la cuerda del barril.

Miró al cielo, la luna había descrito un largo recorrido en el horizonte, se notaba abotargado y le faltaban fuerzas en las extremidades. La escasa ropa que llevaba puesta tiraba de él hacia abajo como un demonio reclamándole hasta el fondo. En un último esfuerzo, enroscó las cuerdas a su brazo casi cortándose la circulación, pero sin notarlo. Al fin y al cabo si moría ahogado o de frío su cuerpo quedaría flotando y entierra tendrían algo que enterrar; no quería tener por lápida sólo el recuerdo si podía evitarlo. Y el hecho es que no lo sabia.

Quiso cerrar su confusa mente a todo recuerdo, dolor o añoranza que no fuera ese instante, el chapoteo o el agua bañando su cara, pero como siempre alguna parte traidora le llenaba de olores, sabores y gozos que estimaba nunca volvería a oler, saborear o gozar. Respiraba a trompicones, con la única certeza de que le encontrarían muerto a la deriva, acompañando las almas que nunca olvidaría, el recuerdo lleno de alboroto, humo, bromas y mar, este mar.

Tenía sueño, luchaba contra él. “No te duermas” resonaba en algún lugar de su cabeza, pero era inútil. Flotaba con dulzura abandonada, el agua salpicaba a su alrededor como si hirviera y a lo lejos veía una luz. Se dejó hacer, no tenía fuerzas. Pensó !esto se acabo”, volvería con sus compañeros, estarían juntos de nuevo, él era su patrón, esa amalgama inconexa de pensamientos se hacía espesa en su cabeza. De pronto se nota flotar ¿es esto morir? Se pregunta. Pero una voz le grita:! Estas a salvo!

Calor, mucho calor, entreabre los ojos, se ve a sí mismo envuelto en plata, escucha lo que parece un rotor y siente muchas manos. !estas a salvo!- insiste la voz-!estas a salvo!

Lo oye en eco, lejos, muy lejos, al tiempo que una lágrima recorre su cara secada por alguien al instante, y él no puede dejar de sentir que !Sí! Su cuerpo ha sobrevivido, pero en cambio algo en su alma ha muerto para no resucitar, dormida en la eternidad, junto a ellos.

AUTORA DEL RELATO:
 LORENA NIETO RODRÍGUEZ


sábado, 15 de septiembre de 2012

EL REPENSAR DEL AGUA

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Había aprendido que nunca dos olas eran exactamente iguales.
Vienen de tan lejos que cada cual arrastra su propia historia, su
propio carácter.

En eso se parecía a las personas.

Cada día ella se acercaba hasta aquel lugar, a mirar el mar. En ese
sitio concreto, un penacho de roca entre los prados color verde
tamizado en niebla.

Apenas un acantilado, pocos metros por encima del nivel del agua.

Allí iba ella justo antes de ponerse el sol. A veces, si la tarde se
disfrazaba de nubes y la cara se te mojaba nada más salir de casa,
tapaba los hombros con un chubasquero marrón, poco llamativo,
y volvía a su sitio. Solo dejaba de hacerlo cuando realmente el
cielo discutía con el océano a gritos, y las gotas eran tan grandes
que parecían lágrimas de historias que aun nadie había contado
del todo.

Pero si eso no pasaba....la mujer acudía.

A veces el mar la calmaba, porque tenia el color verdoso de sus
ojos recién despertada, y entonces era como si una mano amable
se la metiera dentro y la meciese, poco a poco. Pero otras veces
no, otras veces el agua se disfrazaba del color de sus ojos cuando
tenia pesadillas, con un tono grisáceo feo y tristón, y entonces a
ella se le encogía un poquito el pecho, y tardaba horas en
recuperar la paz.

Hacía ya tiempo que había dejado de sentirse joven y ahora se le
asomaban arrugas alrededor de los ojos cuando pensaba
intensamente en algo. O cuando olvidaba todo y se acordaba de
sonreír. Y fingía, a veces, no saber desde cuándo iba cada día a
observar el horizonte a aquel lugar tan extraño, y entonces se le
ponían aun más arruguitas en el rostro, y estaba tan preciosa que
daban ganas de mirarla toda la vida. Pero eso sólo pasaba a veces.

La mayoría de los días se limitaba a sentarse allí, en aquella
pequeña roca con aristas que se le clavaban en la carne, y
observar la mar. El vaivén de las olas. La espuma blanca contra la
costa. En ocasiones el salpicar de viento que llega un par de
segundos después. El horizonte, sobre todo el horizonte. Y su
rostro estaba inmóvil, sin expresar emoción alguna. Un rostro que
era piedra sobre piedra, con pupilas de sueño arrinconado. Sin
hacer el menor gesto, los labios muy apretados, las manos
cerradas y los brazos encogidos sobre ella misma, como si
quisiera abrazarse, como si en realidad lo estuviera haciendo.

Cada tarde, hasta justo antes de que anocheciera. Cuando el sol
empezaba a declinar, se levantaba, estiraba las piernas atenazadas
por la postura, y se marchaba a casa. Jamás miraba atrás, un
última vista al océano. Jamás. Y el resto del día parecía vestirse
de espera para volver a aquel sitio. Siempre en silencio.

Y todos los amaneceres acababan por parecer iguales.

Por entre los bajíos del acantilado, allí donde se quedaban a veces
enganchadas algas y espumas de olas a medio olvidar, vio un día
algo extraño.

Era una tarde como todas las demás, el sol lloraba un ratito y
después se escondía entre las nubes, el viento lamía con saliva
salada sus mejillas. Uno de esos días que, de tan similares,
parecen durar meses. Solo que allí, entre las rocas, habia algo.

Se distinguía por el color, un tono amarillento que destacaba entre
las rocas grises y los recuerdos verdes. Parecía de pequeño tamaño
apenas más grande que un puño, y, fuera lo que fuese, había sido
la mar quien lo había llevado hasta allí. Delante de la mujer. Justo
en el sitio donde ella miraba. Así que, como si fuera
responsabilidad suya, se dispuso a bajar hasta la misma orilla del
mundo, y ver qué era.

Nunca había intentado descender por aquel acantilado, jamás
había sentido ninguna necesidad. Esa tarde se dio cuenta de lo
complicado que era, pese a los pocos metros, apoyar bien los pies
en cada saliente sin resbalar con el verde o el negro. Con cuidado,
perdiendo casi la noción del tiempo, consiguió llegar hasta un
asidero desde el cuel pudo coger aquel objeto olvidado. Para ello
se tuvo que inclinar sobre las aguas heladas, y, por unas cosas u
otras, tembló. Incomoda como estaba, agarró el pequeño pecio
recuperado con una mano, y sin prestarle atención volvió hasta su
roca, fuera del alcance de aquel océano, un lugar conocida. Un
lugar seguro.

Cuando volvió a sentarse en el espacio familiar de “su” peña
estaba jadeando, y durante unos instantes cerró los párpados para
intentar recuperar el aliento. Sólo cuando su pecho dejó de subir y
bajar violentamente y las lucecitas se calmaron en el interior de
sus párpados se acordó del objeto que apretaba en su mano
izquierda.

Ahora que lo veía de cerca se daba cuenta que lo que había
recogido de entre las aguas era un patito de goma, uno de esos
juguetes que los niños meten en las bañeras. Los ojos estaban
completamente borrados y el pico había perdido el tono naranja
típico. Además apenas quedaba rastro ya de la pintura amarilla por
debajo de una pequeña costra de algas verdosas, y el cuerpo,
arañado aquí y allá, se había ido deformando poco a poco. Pero
no había dudas, aquello era un patito de goma.

Lo acercó a su rostro, y lo puso frente a las pupilas, mirándolo
fijamente.
Aquel juguete flotaba, había llegado flotando de algún lugar que
nadie podría averiguar. Ella lo pensó, pensó en el primer hogar de
aquel muñeco.

Pensó en las manos que lo llevaron consigo a la hora del baño,
seguro que las mismas que un día lo olvidaron en una playa, o lo
perdieron en cualquier río.

Pensó en las jornadas al mecer de las olas, en tempestades y
mediodías de sol y sal. En el morder de las algas, el acariciar del
agua, el herir de los acantilados.

Ella pensó, sentada en aquel lugar donde pasaba su vivir, en el
tiempo que podría llevar aquel juguete desdibujando navegando
por el océano. Y, con esa idea en la mente, acercó la protuberancia
verdosa que ayer quiso parecer un pico a su oído. Y cerró, con
mucha fuera, los ojos.

Y entonces escucha, o piensa que escucha, o siente que escucha,
qué más da.....ella escucha, escucha una voz suave, que viene de
muy lejos...escucha las palabras del pequeño objeto que sostiene
tan cerca de si...que le dicen que él está bien, que nada le duele,
que todo es tranquilo y los días son luminosos y nunca hace
demasiado viento....escucha que la recuerda todo el tiempo, que la
echa de menos, que añora el mesar de su pelo, el sabor de su piel...
que siempre pensó que ella era lo mejor que la había pasado en la
vida.....

Y la mujer que pasa sus tardes mirando la mar y que a veces tiene
arrugas en el rostro aprieta muy fuerte el patito de goma contra su
mejilla, mojada con agua espesa y salada.

Autor del relato:Marcos Pereda Herrera.

lunes, 20 de agosto de 2012

CON LAS MANOS VACÍAS

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Una mujer sujeta la cámara fotográfica con firmeza, con la otra mano recoge su pelo largo. El viento lo agita con tanto ímpetu como si fueran las aspas de un molino cuando mueve las velas.

 Las gaviotas  vadean en el aire, un aire del Sur que no las deja entrar en el circuito que pudiera haber entre las nubes. Parecen gigantes alados sobre la cabeza del hombre que ahora sale del coche, ataviado con un chubasquero azul,  se dirige hacia la cala donde se encuentra la mujer con la vista fija en cualquier punto. Sólo ella sabe dónde mira.

      La tormenta en el mar arremolina el agua formando crestas de espuma que se disuelven cuando llegan a la orilla. El vendaval es extraordinario, tanto, que azota las miradas de aquéllos dos que se  han atrevido a llegar hasta los acantilados. Es otra vez noviembre.

         Allí las gotas de agua que arrastra Eolo les empapan el rostro. El hombre se acerca a la mujer, la toma por la cintura y le besa la nuca descubierta por el ventarrón. Ella se vuelve con media sonrisa y se ciñe a él con grácil movimiento. El día escogido no ha sido acompañado por el céfiro, viento suave y apacible que suele hacer por este litoral. La mayoría de las veces, calmo.

         A pesar de la inclemencia de la tormenta en este día, una vez más desapacible de otoño, los efectos combinados por  los fenómenos atmosféricos han producido los resultados deseados para traer al paisaje los afectos.

         Salvador y Paloma seguirán por mucho tiempo mirando al horizonte indeleble, entre la bruma y el espesor de las nubes gruesas que relampaguean más allá de las millas visibles. Empieza a anochecer y ellos siguen allí sin apartar la mirada, ahora en silencio, abrazados. Sus cuerpos entrelazados por el vaivén del vendaval que cada vez azota con más intensidad.

         Cada treinta de noviembre desde hace unos años, siempre se acercan hasta la playa y  suben a la cala más alta. Ella suele hacer fotos que luego revelará, ordenará y  pondrá en un álbum de duro cartón al que llama “Restos de un naufragio”. Él lleva consigo unos poemas escritos en un cuaderno de espiral de color verde. Siempre los lee frente al mar en este día.

         Paloma y Salvador llevan parte de la vida juntos. Viven en este pueblo costero de pocos habitantes. Ella es enfermera en un Centro de Salud, él profesor en un Instituto Comarcal. Son muy conocidos por su actividad, todos los chicos del municipio, o han asistido a clase, o alguna vez han acudido al Centro de Salud. Cada  día salen juntos para ir a trabajar. Antes desayunan en la terraza que mira al mar y los saluda en jornadas  serenas tintadas de azules flamantes con luz clara, como sus vidas.

         Todo cambió de repente. Aquel día de finales de noviembre el pueblo se movilizó hacia Cala Fría, en un atardecer anaranjado en el que la naturaleza arrojó un fenómeno marítimo indeseable. Así lo calificaron desde el Centro de Meteorología unos días después. Sonaron todas las alarmas, llegaron efectivos de socorro terrestre, de los puertos cercanos las lanchas de salvamento, el helicóptero de Protección Civil.  Hasta el Faro en su silencio luminoso parecía emitir gemidos ante la tragedia que se percibía.

           Una patera con más de veinte personas a bordo, mujeres, hombres y algunos menores hacían señales de socorro y gritaban desesperados, en un lenguaje universal, el del peligro.

          Son frecuentes en esta costa las llegadas masivas en esas humildes barcazas repletas de personas a la  búsqueda  del norte, ese ficticio punto cardinal que en sus países no logran alcanzar y que tampoco tienen seguro conseguir al llegar a esta orilla, donde ni antes ni después nada ni nadie le promete la vida.

         Debe ser dura y difícil la existencia de esta gente para atreverse a una  odisea semejante. La imagen del suceso quedaría en las retinas de los vecinos igual que el esfuerzo por salvarlos. La mayoría de los que viajaban en la patera no sabían nadar. El miedo lo traían dibujado en sus caras después de la calamitosa travesía nocturna. Ni siquiera las últimas millas de la jornada a pleno sol les disipó el terror que destilaban sus miradas. 
                           
         La naturaleza no puso de su parte ni un ápice de suerte para culminar el final de una aventura maldita. La sucesión de sueños creados y apilados en  torres de ilusión  se desmoronó en breve, como las torres de un castillo de arena. El extraño fenómeno marítimo, asombroso por su virulencia, se presentó aquella tarde alarmando al poblado pescador y produjo  el previsible desastre humano a pocas millas de la costa. La embarcación rustica en la que venían zozobró, el mar embravecido se tragaría sin tregua a los que en ella viajaban.

         En este pueblo no hay equipo de Salvamento Marítimo, sí  un grupo de jóvenes del lugar que prestan servicio como voluntarios de Cruz Roja en verano. Son chicos que estudian en invierno y cuando el pueblo se llena de veraneantes, colaboran para que los intrépidos y atrevidos bañistas no hagan demasiadas exhibiciones en los días de mala mar. Entre ellos Sergio, hijo  de Salvador y Paloma. Un chico de 22 años, alto, moreno, de ojos verdes como el mar en los días de primavera, cuando la brisa cambia el color del piélago y cubre el horizonte de tonos de esperanza. Esos días que se alargan a la espera del feliz estío.

         Fue el otoño oscuro de aquel día aciago el que quedará para siempre en la memoria del grupo de voluntarios. Aquéllos que no dudaron en echarse al mar ante semejante escena: gritos, brazos  temblorosos, rostros asustados, desencajados pidiendo auxilio.

         Consiguieron salvar de las agresivas aguas a dos mujeres y cuatro menores. Lo que nadie logró comprender fue cómo Sergio, un nadador experimentado, se hundió mientras buscaba cuerpos sin vida, quizás fue la extenuación del esfuerzo lo que lo dejó sin energía. La mar se cobra tributos que no están establecidos por ninguna ley humana. Sólo ella tiene su propia carta y nadie sabe cómo la aplica.

          Sergio sacó a flote a muchas personas del barco tratando de salvarles la vida cuando un golpe de mar lo sumergió en los bajos de la zona. Todos los efectivos lo buscaron durante días, pero la búsqueda fue infructuosa. Sus padres no se separaron de la orilla mientras que duró el intenso  rescate. Unos días después se celebró el entierro oficial de la victimas. Un acto multitudinario, todos los cuerpos de los emigrantes en sus féretros para  su posterior repatriación, pero faltó uno, el de Sergio. Se lo tragó la mar y en ella se quedó para siempre.

         Ya han pasado cinco años de este hecho tan doloroso y triste para todos. Los restos del chico nunca aparecieron, ellos siguen viniendo cada treinta de noviembre. Las fotos siguen en el álbum y el cuaderno de espiral verde quedó inacabado, porque allí Sergio escribía versos mientras hacía turnos de guardia en el punto de salvamento durante los veranos.

         Para sus padres era Cala Fría la cala más fotografiada  en cada uno de los momentos del día, en cada una de las estaciones del año. Les dejó el corazón roto y las manos vacías. Desde entonces se convirtió en la instantánea más gélida de las emociones.

Autora del relato: Carmen Martínez Marín.

Fotografía: Carmen Martínez Marín.

A Carmen la podéis encontrar aquí.