ASOCIACIÓN NÁUFRAGOS DE LA MAR.
I CERTAMEN DE RELATOS CORTOS.
Junio de 2012
SEGUNDO PREMIO: SENTADO MIRANDO FAROS.
Autor: Alfonso C. Gil Álvarez.
Mirando faros, había empleado más de media vida. Invariablemente se había sentado a mirar un faro, donde quiera que fuera, donde lo hubiera. Siempre lo había ya que sus viajes los programaba, inexcusablemente, por la costa, por cualquier costa. Se sentaba mirando al faro y mirando a donde el faro miraba. De miradas se trataba.
Le gustaban los faros. Sus formas y sus colores, que de colores los había. Todos le gustaban sin importarle su altura o detalles técnicos de su construcción. Decía que todos tenían su lado bello, el lado de su mirada.
Ahora, sentado en la punta de un pequeño cabo, atado a sus rocas, ya que sus pies parecían haberse fundido con aquella caliza de sesenta millones de años, miraba sus faros. Uno, por el rabillo del ojo, a su izquierda. El otro, al frente, a 1,079 millas, y el más lejano, a 6,479. Él prefería hablar en millas, aunque por tierra siempre se hubiera movido en kilómetros.
De tanto observarlos llegó a enterarse de su secreto. Se hablaban entre si. Así me lo contó, aquella vez que estuve sentado a su lado mientras grandes olas de seis metros pasaban por nuestros pies. Por nuestros pies, no bajo nuestros pies. Él, adherido al cabo. Yo, aferrado a él. El viento… zarandeándonos. La espuma… lamiéndonos.
El faro de la izquierda, a un tercio de milla hacia el noroeste, desde sus treinta metros de altura, emitía ráfagas incandescentes con una extraña fórmula, un periodo de 0.4+<2.1>+0.4+<7.1>=10. Él sabía lo que significaba. Yo no. Además sabía de los horrores realizados a sus pies, en una incivil guerra. Yo también.
El otro, también cercano, enclavado en una pequeña isla a poco más de una milla, estaba muy triste desde que lo habían descabezado descendiéndole a la categoría de baliza. Aún así, muy digno, lloraba ráfagas de uno más dos blancos destellos cada veintiún segundos… como el peso del alma… dicen… Y yo me digo que para mí nunca será una baliza, será un faro que nos mire desde sus casi treinta y nueve metros sobre el nivel del mar, que en días de sur será acariciado por espumas blancas de olas azules hasta que el infinito reloj de arena agote sus granos.
Y el último, el más lejano, a 8,2 millas de distancia, se comunicaba, con quién quisiera verlo, a base de tres ocultaciones cada dieciséis segundos. Sus 17 millas de alcance doblaban la línea del horizonte, asomándose al amanecer. Dieciséis metros de altura no es mucho para su orgullo pero con el acantilado sobre el que se erige alcanza los 60 y le hace aparecer entre los cabos recitados por los escolares de hace años…. cuando se recitaban los cabos y golfos… y también las letanías. Ora pro nobis peccatoribus.
Hasta ahí, todo normal. Una historia de faros y de un amante de faros.
Anselmo se llamaba. Bastantes veces había estado con él, siempre en días soleados, cuando me apetecía pasear por ese bello recorrido de la única ciudad del cantábrico que mira al sur. Era un itinerario frecuentado a cualquier hora del día. Para algunos, era su ruta del infarto. Les habían recetado andar luego andaban.
Un día me dispuse hacer un paseo nocturno por esa zona. Quería hacer algunas fotografías en las que las luces de las playas fuesen las protagonistas. La zona a la que me refiero es el hermoso paseo, ya citado, el que conduce a ese pequeño cabo, un cabo ‘menor’. Llevaba una pequeña linterna, para ayudar a la tenue luz de aquella luna en cuarto creciente que peleaba incruentamente con unas breves nubes. A medida que me acercaba al cabo, creí percibir una exigua luminiscencia, similar a la que emite una luciérnaga. Tardé un casi nada en confirmar mi intuición. ¡Era él! ¡Anselmo! No sé precisar la duración de un casi nada. Juraría que son sólo segundos. No sé cuántos.
También él me reconoció, en la penumbra. Reconoció, sin verlo, el gesto de preocupación de mi cara. No mostró sorpresa alguna al encontrarme por allí, a esa tardía hora en la que las sombras se enseñoreaban de las rocas. Me tranquilizó al comenzar a hablar. Cómo un manantial… así brotaron las palabras.
Me explicó qué, en ese momento, estaba en comunicación con varios faros gallegos. El faro de Touriñán se quejaba de que nadie sabía que era él quién se situaba en el punto más occidental, que el mundo plano se acababa allí, a sus pies, que allí comenzaba el Hades. El faro del cabo Vilán le estaba contando, como si fuera en directo, que estaba asistiendo a un naufragio, en el qué, afortunadamente, no había pérdidas humanas. Hizo Anselmo un inciso para recordarme aquel famoso naufragio, el del ‘Serpent’, que dejó allí mismo, durmiendo, 172 sueños salados, cerca de aquellos enormes graníticos cantos rodados. 172 almas en sueño eterno vigilando galernas y tempestades.
Esa febril actividad, me confesó sin rubor alguno, la tenía durante largas oscuras noches en las que la luna no distraía su comunicación con un sinfín de faros. Mientras me hablaba, se interrumpía constantemente con noticias de otros fanales. Mantenía, Anselmo, un triángulo amoroso con todos los gallegos y con los de la Bretaña francesa, no importándole, de vez en cuando, el contacto con cualquier otro de cualquier costa, sin considerar distancia alguna. Al parecer, la curvatura de la tierra no era obstáculo. Jugaba con las palabras y me decía que le encantaba el faro de Faro, que le traía frescas historias de Ilha Formosa. Daba por supuesto que yo sabía la geografía de El Algarve.
Noté una extraña sensación. Muy extraña. Fue casi repentina. Me sobrevino en un instante en el que disminuí mi atención al ameno discurso de Anselmo. No sé si estaba siendo objeto de una alucinación, o de algún fenómeno paranormal, pero creí entender algún mensaje de un cabo del fin del mundo. No sé si me hablaba el de Fisterra, del Camino de Santiago, o tal vez el Finistère de la Bretaña francesa. Hasta noté alguna interferencia del faro de Maspalomas. Miré mis pies. Me dio la sensación de que se estaban pegando al suelo. Miré los pies de Anselmo. Estaban realmente fundidos en aquella piedra caliza de sesenta millones de años. Puse más atención. No percibí movimiento alguno en sus piernas, sus pantalones no eran movidos por el viento. Su torso no giraba, sus brazos no se movían. Comencé a sospechar que Anselmo se estaba petrificando. Suposición ridícula pero suposición. Le miré a los ojos. Aquellos ojos emitían una extraña luz, muy brillante… y en destellos que estaban iluminando el horizonte. No me quedé a contar la frecuencia.
Notas al pie del faro:
Cabo Mayor y Cabo de Ajo, con sus faros, son faros cántabros a recitar
El Cabo Menor no se recitaba
El faro de la Isla de Mouro, será siempre un faro, aunque sea una baliza