lunes, 20 de agosto de 2012

CON LAS MANOS VACÍAS

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Una mujer sujeta la cámara fotográfica con firmeza, con la otra mano recoge su pelo largo. El viento lo agita con tanto ímpetu como si fueran las aspas de un molino cuando mueve las velas.

 Las gaviotas  vadean en el aire, un aire del Sur que no las deja entrar en el circuito que pudiera haber entre las nubes. Parecen gigantes alados sobre la cabeza del hombre que ahora sale del coche, ataviado con un chubasquero azul,  se dirige hacia la cala donde se encuentra la mujer con la vista fija en cualquier punto. Sólo ella sabe dónde mira.

      La tormenta en el mar arremolina el agua formando crestas de espuma que se disuelven cuando llegan a la orilla. El vendaval es extraordinario, tanto, que azota las miradas de aquéllos dos que se  han atrevido a llegar hasta los acantilados. Es otra vez noviembre.

         Allí las gotas de agua que arrastra Eolo les empapan el rostro. El hombre se acerca a la mujer, la toma por la cintura y le besa la nuca descubierta por el ventarrón. Ella se vuelve con media sonrisa y se ciñe a él con grácil movimiento. El día escogido no ha sido acompañado por el céfiro, viento suave y apacible que suele hacer por este litoral. La mayoría de las veces, calmo.

         A pesar de la inclemencia de la tormenta en este día, una vez más desapacible de otoño, los efectos combinados por  los fenómenos atmosféricos han producido los resultados deseados para traer al paisaje los afectos.

         Salvador y Paloma seguirán por mucho tiempo mirando al horizonte indeleble, entre la bruma y el espesor de las nubes gruesas que relampaguean más allá de las millas visibles. Empieza a anochecer y ellos siguen allí sin apartar la mirada, ahora en silencio, abrazados. Sus cuerpos entrelazados por el vaivén del vendaval que cada vez azota con más intensidad.

         Cada treinta de noviembre desde hace unos años, siempre se acercan hasta la playa y  suben a la cala más alta. Ella suele hacer fotos que luego revelará, ordenará y  pondrá en un álbum de duro cartón al que llama “Restos de un naufragio”. Él lleva consigo unos poemas escritos en un cuaderno de espiral de color verde. Siempre los lee frente al mar en este día.

         Paloma y Salvador llevan parte de la vida juntos. Viven en este pueblo costero de pocos habitantes. Ella es enfermera en un Centro de Salud, él profesor en un Instituto Comarcal. Son muy conocidos por su actividad, todos los chicos del municipio, o han asistido a clase, o alguna vez han acudido al Centro de Salud. Cada  día salen juntos para ir a trabajar. Antes desayunan en la terraza que mira al mar y los saluda en jornadas  serenas tintadas de azules flamantes con luz clara, como sus vidas.

         Todo cambió de repente. Aquel día de finales de noviembre el pueblo se movilizó hacia Cala Fría, en un atardecer anaranjado en el que la naturaleza arrojó un fenómeno marítimo indeseable. Así lo calificaron desde el Centro de Meteorología unos días después. Sonaron todas las alarmas, llegaron efectivos de socorro terrestre, de los puertos cercanos las lanchas de salvamento, el helicóptero de Protección Civil.  Hasta el Faro en su silencio luminoso parecía emitir gemidos ante la tragedia que se percibía.

           Una patera con más de veinte personas a bordo, mujeres, hombres y algunos menores hacían señales de socorro y gritaban desesperados, en un lenguaje universal, el del peligro.

          Son frecuentes en esta costa las llegadas masivas en esas humildes barcazas repletas de personas a la  búsqueda  del norte, ese ficticio punto cardinal que en sus países no logran alcanzar y que tampoco tienen seguro conseguir al llegar a esta orilla, donde ni antes ni después nada ni nadie le promete la vida.

         Debe ser dura y difícil la existencia de esta gente para atreverse a una  odisea semejante. La imagen del suceso quedaría en las retinas de los vecinos igual que el esfuerzo por salvarlos. La mayoría de los que viajaban en la patera no sabían nadar. El miedo lo traían dibujado en sus caras después de la calamitosa travesía nocturna. Ni siquiera las últimas millas de la jornada a pleno sol les disipó el terror que destilaban sus miradas. 
                           
         La naturaleza no puso de su parte ni un ápice de suerte para culminar el final de una aventura maldita. La sucesión de sueños creados y apilados en  torres de ilusión  se desmoronó en breve, como las torres de un castillo de arena. El extraño fenómeno marítimo, asombroso por su virulencia, se presentó aquella tarde alarmando al poblado pescador y produjo  el previsible desastre humano a pocas millas de la costa. La embarcación rustica en la que venían zozobró, el mar embravecido se tragaría sin tregua a los que en ella viajaban.

         En este pueblo no hay equipo de Salvamento Marítimo, sí  un grupo de jóvenes del lugar que prestan servicio como voluntarios de Cruz Roja en verano. Son chicos que estudian en invierno y cuando el pueblo se llena de veraneantes, colaboran para que los intrépidos y atrevidos bañistas no hagan demasiadas exhibiciones en los días de mala mar. Entre ellos Sergio, hijo  de Salvador y Paloma. Un chico de 22 años, alto, moreno, de ojos verdes como el mar en los días de primavera, cuando la brisa cambia el color del piélago y cubre el horizonte de tonos de esperanza. Esos días que se alargan a la espera del feliz estío.

         Fue el otoño oscuro de aquel día aciago el que quedará para siempre en la memoria del grupo de voluntarios. Aquéllos que no dudaron en echarse al mar ante semejante escena: gritos, brazos  temblorosos, rostros asustados, desencajados pidiendo auxilio.

         Consiguieron salvar de las agresivas aguas a dos mujeres y cuatro menores. Lo que nadie logró comprender fue cómo Sergio, un nadador experimentado, se hundió mientras buscaba cuerpos sin vida, quizás fue la extenuación del esfuerzo lo que lo dejó sin energía. La mar se cobra tributos que no están establecidos por ninguna ley humana. Sólo ella tiene su propia carta y nadie sabe cómo la aplica.

          Sergio sacó a flote a muchas personas del barco tratando de salvarles la vida cuando un golpe de mar lo sumergió en los bajos de la zona. Todos los efectivos lo buscaron durante días, pero la búsqueda fue infructuosa. Sus padres no se separaron de la orilla mientras que duró el intenso  rescate. Unos días después se celebró el entierro oficial de la victimas. Un acto multitudinario, todos los cuerpos de los emigrantes en sus féretros para  su posterior repatriación, pero faltó uno, el de Sergio. Se lo tragó la mar y en ella se quedó para siempre.

         Ya han pasado cinco años de este hecho tan doloroso y triste para todos. Los restos del chico nunca aparecieron, ellos siguen viniendo cada treinta de noviembre. Las fotos siguen en el álbum y el cuaderno de espiral verde quedó inacabado, porque allí Sergio escribía versos mientras hacía turnos de guardia en el punto de salvamento durante los veranos.

         Para sus padres era Cala Fría la cala más fotografiada  en cada uno de los momentos del día, en cada una de las estaciones del año. Les dejó el corazón roto y las manos vacías. Desde entonces se convirtió en la instantánea más gélida de las emociones.

Autora del relato: Carmen Martínez Marín.

Fotografía: Carmen Martínez Marín.

A Carmen la podéis encontrar aquí.

jueves, 2 de agosto de 2012

KATIUSCAS Y FANGO

 Una mueca de dolor fue la sorda respuesta de Ción a un nuevo dolor de espalda.

Ninguna del resto de mariscadoras interrumpió su monótono trabajo ni intuyó que el cuerpo de su compañera se resquebrajaba por dentro. De los cincuenta y cuatro años que acababa de cumplir todos menos trece habían permanecido unidos al cesto y al rastrillo con el que cargaba y rastrillaba el lodo y la arena para rescatar de sus entrañas almejas y berberechos y soportar después el peso a su espalda. Alguien le dijo un día que tenía el síndrome del Túnel Carpiano, pero ella no sabía que coño era eso del Túnel de no se quién. De lo que si estaba segura era de que ese dolor la estaba martirizando.

Cinco horas más tarde Ción y sus compañeras a duras penas consiguieron ponerse derechas desafiando con su rostro arrugado los implacables rayos  del sol. Tenía las mangas del buzo amarradas a su cintura y las katiuscas ancladas al fango. Apartó el sombrero, sacó un pañuelo de su bolsillo derecho y se secó el sudor de la frente mientras miraba el horizonte sabedora de que su marido y su hijo mayor volverían ese día de faenar, con el barco, al caer la tarde.

El cesto pesaba como un demonio y las botas se resistían a dar un nuevo paso embachadas, como estaban, en ese légamo que cada vez resultaba más insalvable y que hacía que rastrillar un metro más en su última hora de trabajo fuera un acto de voluntad inconmensurable.

Las mareas marcaban las jornadas de trabajo y esta estaba dando a su fin. En la orilla soltó el cesto, lo posó sobre la carretilla y liberó a su espalda de la pesada carga consiguiendo un exiguo alivio. Levantó la carretilla con los pertrechos de la pesca incluidos y se encaminó a la bodega que tenían junto al embarcadero; el dolor de hombros y rodillas se sumó al que ya soportaba.

-Esta humedad me está matando.-pensó.

Pero en realidad no solo era eso, eran aquellas posturas inhumanas y eternas en el fango, eran aquellos movimientos repetidos una y mil veces hasta la extenuación y aquel maldito reuma que le había hecho perder firmeza a la hora de agarrar la rastrilla.

Pero lo había conseguido un día más; ahora estaba ya en su casa, con la cocina a pleno rendimiento. Su marido y su hijo mayor volverían con hambre.

Ción se sentó a la mesa con sus hijos más pequeños, estaba orgullosa de su familia.

Después de quedarse un buen rato adormilada en su sillón favorito, una vez acabado de recoger la cocina, se mojó el pelo y se refrescó la cara para salir al balcón desde donde vería llegar a puerto a sus Paulinos.

Era una tarde calurosa de finales de junio y de viento sur que secó su pelo a los pocos minutos de permanecer apoyada sobre la barandilla de su balcón. Su hogar estaba situado en una villa marinera exactamente a 43º 25' 42¨  N 4º 2' 37¨ O, ella lo sabía bien porque para su marido marcar esas coordenadas en el GPS de su barco, era lo más; significaba nada menos que la vuelta a casa y eso renovaba su espíritu.

-Aquí el Paulino2 por el canal cuatro, ¿me recibes?, cambio.-

Ción se atusó el pelo para acudir junto a la emisora e hizo el gesto de colocarse la falda y la camisa que ya tenía bien situadas.

-Desde luego que si, alto y claro. ¿queréis hablar con papá y con Paulinín? Preguntó Ción apresurada a sus hijos.-

Están viendo la tele, pero os mandan un beso. ¿por donde estáis? Cambio.-

-A unas treinta millas al este, no tardaremos más de tres horas.El mar está en calma, pero la carga ralentiza la marcha.-

Ción se alegró de oír eso. La faena había sido buena y eso aseguraba el jornal.

Paulino controlaba la navegación del barco atento a las labores que Paulinin desempeñaba en la proa.

-Es un buen hijo.- concluyó.

El barco comenzó a a batirse primero a babor y luego a estribor suave pero inesperadamente. El imprevisto zarandeo hizo que la experiencia de Paulino le obligara a realizar una exploración visual del entorno saliendo de la cabina del puente.

Estratos bajos y grises avanzaban rápidamente frente a ellos; una especie de niebla espesa que proyectaba una sombra negruzca sobre la mar, y un viento frío que lamió las amuras de estribor y el rostro de los seis marineros que formaban el total de la tripulación hizo que Paulino ordenara revisar rápidamente que todo estuviera bien amarrado y a los hombres que se pusieran a cubierto.

La galerna avanzaba con extraordinaria rapidez. A los pocos minutos el viento alcanzaba los noventa kilómetros por hora con rachas de ciento diez, la temperatura había descendido considerablemente, los gradientes de presión habían subido hasta el dígito cinco y un aguacero pertinaz se cebaba con el Paulino2 y su dotación marinera.

La visibilidad era escasa, pero el barco estaba bien equipado de aparatología moderna de navegación. El capitán cambió el rumbo hacia el oeste exigiendo a la maquina del barco toda su potencia para girar con agilidad, posteriormente hacia el suroeste y tener viento de popa que les ayudara en su regreso.

El mar pareció despertar de un mal sueño y la pesadilla enrabietó su carácter provocando olas de más de cuatro metros que golpeaban sobre la cubierta resistiendo esta los envites de un combate de agua, espuma y batahola.

Un golpe de mar hizo que Paulinín perdiera la sujeción. Resbaló peligrosamente por la cubierta. Su padre puso el piloto automático y salió de inmediato agarrándose donde podía para no perder el equilibrio e intentar llegar hasta él, las olas golpeaban con fuerza y la sal hervía dentro de las heridas originadas por algunos cortes en sus brazos. Los cuatro marineros restantes consiguieron formar una cadena humana llegando hasta donde estaban tendidos el padre y el hijo, los bruscos movimientos del barco zarandeaban la improvisada cadena dificultando el rescate.

A Paulino le pareció que todo aquello pasaba a cámara lenta y en esa sucesión de imágenes que sólo una situación de verdadero peligro ofrece, vio claramente los rostros de sus tres hijos: dos varones y una niña, y el de su mujer,Asunción, y pdió a Dios tener la oportunidad de volverlos a ver a todos de nuevo. Justo en ese instante aferró con fuerza la mano de su hijo convirtiendo su brazo en una maroma para ser más eficaz en su objetivo, había conseguido sujetar a su hijo. Sin embargo la suerte no parecía de su parte ese día, la fuerza del mar lo separó de la cubierta como una pluma haciéndole saltar por la amura de babor. A los que lo vieron les dejó perplejos, con la boca abierta y con los ojos anclados sobre la amura, sus rostros palidecieron. El brazo de Paulinín permanecía tenso por fuera de las tablas de protección en una postura imposible mientras el barco giró al suroeste después de que uno de los marineros se hiciera con él.

La tarde inventó un grotesco gesto de reverencia para que la noche ocupara su lugar.

Ción llevaba mucho tiempo intentando establecer contacto con el Paulino2. Estaba nerviosa salía y entraba del balcón a la sala y de la sala al balcón. A duras penas sujetó la puerta que daba al exterior y evitar que el viento la arrancara de cuajo. Sus dolores habían desaparecido, pero un nudo en la garganta le hacía respirar con dificultad. Sabía lo que el celaje y aquel viento significaban.

Sacó los prismáticos para luz nocturna y solo devolvieron oscuridad, en la bocana del puerto no había actividad. La niña y el joven Emilio, su hermano, también.

La bocina del barco sonó tres veces. A Ción le dio un vuelco el corazón.

Aquella noche se transformó en una de sus mejores noches. Ni la espalda, ni los hombros, ni las rodillas. Su marido dormía entre sus brazos y sus hijos estaban a salvo.

Esa madrugada, las katiuscas y el fango tuvieron que esperar.

AUTOR DEL RELATO: FERNANDO MARTÍN MORALES.

FOTOGRAFÍA CEDIDA POR: ñOCO. "La mirada ausente" "Cristal rasgado"